Buenos Aires
Hace un tiempo un amigo afirmó como si fuera una verdad bíblica que la nacionalidad era un concepto falso o al menos exagerado. Que alguien podía a duras penas sentirse parte de una ciudad pero que el sentimiento de pertenecer a algo tan vasto y difuso como un pais era una entelequia.
Más allá de las certezas de mi amigo es cierto que el amor hacia el país natal no está hecho de la misma materia que el amor que sentimos hacia la ciudad de nuestra infancia. Creo que la clave del misterio está en una verdad de perogrullo que se le escapa a los facistas de turno, que sueñan con limpiar sus naciones de impurezas foráneas: antes de nacer en paises, nacemos en ciudades. Nuestros primeros recuerdos son recuerdos de calles, de esquinas (de chaflanes), de veredas y de plazas. No de regiones, provincias o autonomías.
Leyendo un posteo enterior (La ciudad global) pensé que tal vez algun día esos recuerdos sean también globalizados. Así como hoy recuerdo el cine Gran Norte de mi infancia, tranformado primero en supermercado y luego en un extraño local de venta de futones y n. tiene en su memoria al Capitol o al Palafoxtal que me son ajenos, tal vez mi hijo de 3 años comparta algún día el recuerdo de un Starbucks con un chico de Bombay que nunca conocerá.
Aunque es probable que el futuro sea más indulgente de lo que pensamos lo cierto es que, como escribió Baudelaire mucho antes que se abriera el primer Mac Donald's en Paris, lamentablemente la forma de una ciudad cambia más rápido que el corazón de un mortal. Creo que esa es la razón por la solemos enemistarnos con la ciudad en donde nacimos. Queremos que sea la misma, que podamos por la misma vereda encontrar la misma plaza o la misma heladeria, el mismo cine, los mismos amigos o la misma novia (aquella rubia que usaba trenzas o la vecina del 3°B).
Algo de eso le pasa a Thomas Dutronc en J'aime plus Paris. Después de lanzar quejas e ironías sobre la supuesta decadencia de su ciudad, termina por declararle su amor incondicional.
miércoles, 20 de febrero de 2008
La ciudad de uno
Publicado por
rinconete
a las 18:37
Etiquetas: Buenos Aires
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9 comentarios:
Sabias palabras, Rinconete. Las tuyas, las de tu amigo y las de Baudelaire.
Yo me escapé de la ciudad donde había nacido cuando estaba a punto de cumplir los diecisiete. Durante diez años la amé como centro del mundo, y el resto del tiempo la he mirado desde lejos, como si en realidad estuviese en la periferia del universo. Muy pronto comprendí que, en realidad, son pocas las cosas que se escogen en la vida, y que una de ellas es el sitio donde se hace uno persona.
Ahora bien: con un poco de suerte, si dejo pasar el suficiente tiempo llegará un momento en que ya no sepa cómo es en realidad la ciudad de la que me marché, y sospecho que entonces empezaré a sentir una extraña mezcla de curiosidad y nostalgia. Y haré como en las novelas: cogeré un tren, me bajaré en una estación a la que nadie habrá ido a buscarme, y pasearé mirando los sitios por si queda algo rescatable de mis primeras comuniones.
Yo con mi ciudad de nacimiento y de la mayor parte de mi vida (Madrid) tengo una extraña relación, parecemos la típica pareja llena de pasiones y trastos a la cabeza (y de siempre más estos últimos). Con ella fluctúo de un extremo a otro con inmensa facilidad. Últimamente le echo mucho en cara su falta de innovación, su puedo pero no quiero (sí, digo bien), sus precios de alquileres y pisos, cáncer enorme que influye en el desarrollo de la ciudad y de sus ciudadanos aún más de lo que nos creemos.
A veces pienso que es una maleducada. En los últimos diez años he crecido (y mucho) como persona tanto en ella como fuera, casi a partes iguales diría yo. Últimamente la noto lejana, hostil, no la acabo de entender, hablamos el mismo idioma pero no nos entendemos, es curioso, aquí, en Berlín, la ciudad y yo hablamos idiomas distintos, pero casi sin palabras nos comprendemos mejor. Y lo peor de todo es que soy un inconsciente, porque siempre acabo volviendo a ella, como el que no cree en un amor pero sigue insistiendo en él, dandose cabezazos contra la pared.
A vuestras palabras, Rinconete y Rfa., no puedo más que añadir que son hermosas (y que la canción, pese a que no entiendo un carajo, me ha encantado).
Amigo rfa. algo de eso me pasó a mi. Elegí, como escribís, el sitio donde se hace uno persona que justamente no era el lugar en donde nací. Pero a diferencia tuya, volví bastante antes de lo que indican las novelas.
Lo extraño es que quien había cambiado era yo y no la ciudad. O al menos eso me pareció...
Amigo mikto, escribí el posteo (en particular la última parte)recordando tu enfando hacia Madrid.
jeje, Rinconete, ayer al leer el post igualmente me acordé de esa conversación que tuvimos.
Estuve muy a punto varias veces de hacer un comentario en La Aldea Global, sobre uno de los rasgos perdidos que, con el tiempo, he descubierto que más me importa. En Alicante había unos "balnearios", unas estructuras de madera en forma de barcos que sobre columnas de hierro se clavaban en la arena. Conocí todavía dos, el "mío" era el más cercano a la ciudad. Alquilaban unas cabinas familiares y te daban la llave. Primero entraban las mujeres, se ponían el bañador y por unas escaleras se bajaba al mar donde, si eras un niño como yo, ya te cubría. Recuerdo el verdor de las plantas aferradas a las columnas y del mar, la sensación fresca y agradable y el mar limpio. En aquel tiempo no había lo de toallas de playa, bronceadores ni nada. Bajábamos directamente al mar solo con el bañador, abriendo una trampilla en el suelo de la cabina, nos bañábamos y luego nadábamos a la playa, donde nos tumbábamos directamente sobre la arena, hasta que se hacía el camino inverso hasta las escaleras. Más tarde, de adolescente, en el extremo más metido en el mar había una cafetería encristalada y una hilera de mesas fuera del cristal. En ellas hice muchas manitas y di muchos besitos de piquito. Por si queréis verlo, he puesto en mi blog una foto aérea que encontré en Google (la tendré unos días para daros tiempo).
Al final he puesto el comentario aquí, porque veo muy enlazados los dos postos y porque la ciudad cambia, como se dice en este, y uno deja de amarla, como dice la canción de Dutronc. También yo me fui con 17 años, quizá 18, acostumbrado a saludar constantemente a los que me encontraba por la calle. Cada vez que volvía saludaba menos, hasta que llegó un momento en el que no conocía a nadie. Cambian las veredas y las plazas, rápidamente como dice Baudelaire en esa magnífica frase, pero sobre todo cambian también las personas. Ahora, cuando vuelvo, casi todos los años voy cuatro o cinco días (pero ya no a la ciudad, sino a un hotel de la Playa de San Juan, otro de "mis lugares perdidos"), la visita más entrañable es al cementerio.
Mikto, quizá lo que te pasa, esa relación de amor encontrado se deba a que en toda relación de amor funciona el pensamiento de un griego (creo que Platón): Amar es dar lo que no se es a quien no es. Por eso la segunda fase es bronca, de ajuste, y difícilmente se pasa para llegar a la tercera.
Me parece que al lugar donde crecimos lo queremos siempre como al primer amor: con una mezcla de cariño perpetuo, nostalgia y rencor. Las siguientes ciudades, al igual que las siguientes personas que habitamos, nos suscitan alguna de esas emociones, pero difícilmente todas a la vez.
Tengo un recuerdo parecido nán, de una playa en el río, acá en Buenos Aires, que ya no existe.
Recuerdo la malla (el bañador) mojada, el ruido difuso de los gritos y las risas y en particular la agradable sensación de dormir al sol (todavía no habíamos descubierto el agüjero en la capa de ozono).
Creo que diste en la tecla, no es tanto la ciudad que cambia sino las personas.
Es cierto, las ciudades donde vivimos nos dejan una maraña de sentimientos, muy parecidos a los que podemos experimentar hacia las personas. Al fin y al cabo, las ciudades también son las personas con las que convivimos. El pueblo donde nací me trae recuerdos difusos de lluvia y máquinas de chicle, y una tienda de chuches que siempre olía fenomenal a encurtidos. Es mi familia.
La ciudad donde crecí me fue ganando poco a poco. Es el sitio donde me hice persona. Fui cambiando y cambió conmigo, y aunque hay sitios que eché de menos, llegaron otros que me gustaban casi más. Es mis amigos, los mejores.
Pero igual que a veces también hay amores platónicos que se cuelan en nuestras vidas durante unos instantes, y aunque no sean parte importante de la historia, te marcan y ya no te dejan, hay ciudades de las que te enamoras, porque aunque fuese por un breve periodo, fuiste feliz en ellas. A mi me pasa eso con una ciudad alemana, y es probablemente la única a la que me gustaría volver para encontrarla tal y como la recuerdo, pasear por las mismas calles, sentarme en las mismas terrazas y comprar en la misma librería o el mismo mercado.
Rinconete, sos un fenómeno.
Otra metáfora amoril: el otro día conocí a una gallega que vivió algunos años en Madrid y me comentaba que esta ciudad es como un familiar, como de la familia, porque puedes enfadarte con ella, pero siempre vuelves, es la familia, claro, cómo no vas a volver... ejem, espero no dejaros huérfanos de Berlín tan pronto... aunque la morriña aflora en ciertos momentos, por mucho que a veces despotrique de ella... ¡dios, mikto, otra vez, inconsciente!
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